Ideas para salir de una crisis urbana. A propósito del terremoto del Norte y los incendios de Valparaíso. Gonzalo Cáceres · Francisco Sabatini · · · ·
 
   
Ideas para salir de una crisis urbana. A propósito del terremoto del Norte y los incendios de Valparaíso
Gonzalo Cáceres · Francisco Sabatini · · · ·
 
04/05/14
 


 


 

Santiago, Valparaíso e Iquique vienen registrando una pronunciada disminución en la edificación de vivienda nueva para sectores populares. No son las únicas ciudades chilenas, grandes o medianas, que parecieran rechazar la vivienda social. ¿Cómo entender dicho retroceso, particularmente evidente durante el último lustro?

Aunque no se suele mencionar, la baja se explica por la ausencia de una política de suelo. El error es conocido: el Estado nacional entrega subsidios (vouchers) y supone que los agentes inmobiliarios solventarán esa demanda. Que no ocurra así se explica por el funcionamiento desregulado de los mercados de suelo. En paralelo y por fuera del subsidio habitacional, centenares de familias escarpan cerros y quebradas en Talcahuano, Copiapó o Viña del Mar, lo mismo que en Valparaíso. El resultado es la proliferación de miles de viviendas autoconstruidas que, por ilegales, parecieran inexistentes. Como no tenemos censo ni siquiera sabemos cuántas ni cuáles son sus características constructivas.

¿En qué se asemejan los cerros incendiados de Valparaíso con Alto Hospicio “terremoteado”? Guardando las proporciones, se trata de vastas concentraciones de hogares mayormente populares que sobreviven en zonas de infraestructura limitada y peor equipamiento. En muchos sentidos, un paisaje no muy diferente al que podemos encontrar en Bajos de Mena o Boca Sur. En ambos casos y bajo dictadura, se diseñó la aglomeración casi sin urbanización de familias socialmente vulnerables. Muchas eran erradicadas y las más provenían de barrios que contaban con una buena geografía de oportunidades. Que las villas donde se las aglomeró recibieran el apelativo de guetos se explica más por la incompetencia estatal que por la economía territorial de la droga.

Con o sin programas fiscales de vivienda social, el resultado es parecido: segregación, falta de acceso al trabajo y a servicios, estigmatización, vulnerabilidad físico-ambiental y, en el extremo, la destrucción de la vivienda por una variedad de causas: sismos, derrumbes, explosiones, incendios o, quizás peor, por programas de demolición de vivienda social como recurso desesperado de las autoridades por eliminar los guetos de desesperanza y crimen que el mismo Estado ayudó a construir con políticas urbanas y de vivienda inapropiadas. Vaya paradoja, entre los últimos conjuntos derribados por el Estado se cuentan pabellones sin problemas constructivos y que hace menos de 25 años eran presentados como modelos de un cambio.

Todavía en medio del humo

Superado el estupor del último incendio, es muy importante cuestionar la naturalización de desastres que no son naturales. En el caso específico de Valparaíso, controlar a tiempo un incendio forestal que se inició en bosques acechados por la sequía y la irresponsabilidad, obliga a cambios decisivos en la Corporación Nacional Forestal (CONAF), pero también en la Defensa Civil, en las gobernaciones y las mentadas intendencias. Renglón aparte es la realidad edilicia. Junto con la retirada de escombros, el municipio porteño ha reconocido su desfinanciamiento para encarar cuestiones tan básicas como la recogida de basura o la esterilización de perros. Finalmente, está el papel del Ministerio de Obras Públicas, pero también del Ministerio de Vivienda y Urbanismo. En el caso de este último, urge substituir aquella visión economicista que reduce las políticas de vivienda a un algoritmo financiero aplicado sin distinción en un país de alta diversidad geográfica y ambiental y que naturaliza el supuesto de que los mercados de suelo operan tan bien que no requieren de mayores regulaciones estatales.

No cabe ninguna duda que la necesidad de reestructurar la política habitacional y de suelos de nuestro país queda puesta en el tapete con estas calamidades. ¿Será que podremos poner esa transformación en la agenda pública? ¿Será que podemos aspirar a políticas de vivienda y ciudad que superen el mito neoliberal de que el precio del suelo es un costo de construcción y que lo asuman como lo que es, la partida principal de ganancia de los principales empresarios del sector, los promotores inmobiliarios? ¿Cuántas veces más el gobierno de turno elevará el monto del subsidio habitacional con el fin de absorber esos supuestos costos y terminará por engrosar las ganancias que, como rentas de la tierra, se reparten entre promotores inmobiliarios y propietarios del suelo?

Esta vorágine de negocios rentistas de la que somos testigos, en un contexto de tan marcadas desigualdades sociales, está virtualmente expulsando la vivienda social de las ciudades. Para el suelo hay mejores postores que lo harán valorizarse aún más, aumentando la brecha entre esos precios y la capacidad de pago de los hogares de bajos ingresos. Sin embargo, cada vez con más claridad estas personas demandan un espacio en la ciudad, ya que allí se concentran sus oportunidades de integración social y de progreso.

Yo siempre he sabido de tu historia

Valparaíso inventó los bomberos voluntarios que son un sello nacional. Su memoria de puerto principal hizo crecer la identidad del porteño, tal vez el más fuerte sentimiento de pertenencia colectiva de una ciudad chilena. Aprendió a cobijar la diversidad que creció con la llegada de extranjeros desde el fulgor comercial del siglo XIX. Fue en Valparaíso donde las ligas de arrendatarios se movilizaron exigiendo el congelamiento de los cánones de arriendo y el derecho a la vivienda, forzando, de paso, a una de las primeras leyes de habitación obrera. Nacería de esa lucha citadina el “movimiento de pobladores” que, enarbolando la bandera de la casa propia, tanto contribuyó a la integración social en Chile.

Por sus cerros y el anfiteatro que forman, buena parte de los residentes de Valparaíso percibe, sin demasiado esfuerzo, la ciudad completa con sus sentidos, con su mirada, y su oído. La saben desprovista y popular, pero la tienen en mente y casi siempre bajo escrutinio. Los cerros de Valparaíso, como también ocurre en fracciones de Alto Hospicio, son áreas atractivas por su vista, su ventilación, su mayor cercanía a las carreteras regionales. En esos lomajes y quebradas podrían alojarse grupos de clases medias (de hecho, en Alto Hospicio existen algunos condominios de clase media) además de los habitantes de sectores populares que tienen propiedad o de futuros que podrían obtenerla allí. Incluso Bajos de Mena, dado el Acceso Sur y la escasez de suelos en Santiago, es potencialmente atractivo para otros grupos. Contando con inversiones de cargo estatal –caminos, muros de contención, servicios públicos, parques y espacios públicos– podría fomentarse un desarrollo urbano con edificios de altura media, unos seis pisos, con cuotas o estímulos para favorecer la integración social a pequeña escala de residentes antiguos con nuevos.

Aunque carecemos de libros que lo expliquen, Valparaíso acrisola un reconocido sentido de comunidad subvalorado por un Chile centralista y desigual. Cuán distintos son estos barrios porteños incendiados, originados en loteos e invasiones seguidas de autoconstrucción, de los barrios dispuestos por un computador del Servicio de Vivienda y Urbanización (SERVIU) que clasifica y agrupa a desconocidos haciendo proliferar los conjuntos de blocks en nuestras ciudades. Muchos de éstos terminan cobijando el fenómeno del gueto, mientras que los barrios de Valparaíso arrasados por el fuego representan un patrimonio social tanto o más importante que el patrimonio arquitectónico de la ciudad. Deberían ser reconstruidos allí mismo luego de un plan como los que no pocas veces el Estado chileno fue capaz de lograr. No hay que olvidarlo. En un Chile muchísimo más pobre que el actual construimos, en Valparaíso y Concepción, proyectos tan notables como la Población Márquez o la Remodelación Paicaví. ¿O es que acaso los sectores populares deben conformarse con viviendas infradiseñadas, en zonas con pocos atributos y mal localizadas?

Finalmente, tras décadas de desregulación, cabe volver a preguntarnos: ¿será que los chilenos podremos tener unas políticas urbanas –de vivienda, de suelo, movilidad, paisaje y de obras públicas– que acojan y enaltezcan las peculiaridades geográficas y el capital cultural y político de cada región y de cada ciudad de este Chile ambientalmente tan frágil y diverso como rico culturalmente? La respuesta, si aspiramos a ciudades sustentables, es inequívoca: llegó la hora de planificar con Valparaíso de nuevo a la vanguardia.

Gonzalo Cáceres y Francisco Sabatini son académicos del Instituto de Estudios Urbanos y Territoriales de la Pontificia Universidad Católica de Chile e investigadores del Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CEDEUS).

 

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